Desde sus orígenes, y a la par de su trabajo en favor de la educación, la Compañía de Jesús ha trabajado en la construcción de conocimiento. Son numerosas las figuras que han contribuido al saber científico en todas las áreas, y vale la pena hacer el repaso de algunas de esas contribuciones.

A Ignacio de Loyola le tocó un momento de transición en la historia como pocas veces se ha visto. A principios del siglo XVI, el mundo empezaba a dejar atrás el oscurantismo de la época medieval, en la que predominaba un pensamiento rígido y dogmático. El teocentrismo generalizado empezaba a ser reemplazado por un antropocentrismo que, al situar el interés humano como eje del pensamiento, puso de cabeza prácticamente todas las consideraciones éticas que se tenían. Las ideas renacentistas cobraban importancia al reflejar un espíritu humanista inspiradas en el clasicismo griego y romano. En 1528, Ignacio de Loyola inicia sus estudios teológicos y literarios en la Universidad de París, convencido de que se debían divulgar los saberes y que la misión de la fe católica se logra tanto por conducto del corazón como por medio de la mente. Sus Ejercicios Espirituales establecieron precisamente ese vínculo, uno que se dirime entre el sentir y el pensar.

En 1540, la Compañía de Jesús se fundó sobre las premisas de forjar el conocimiento, combatir la ignorancia y estimular la inteligencia. Para ello se fundaron colegios cuyo objetivo era generar una red de benefactores y de candidatos al sacerdocio, claves para el logro de sus objetivos. Aunque el punto de partida fuera la educación, la meta era hacer investigación para documentar evidencias que les permitieran a los jesuitas una participación destacada en el debate público.

Desde sus inicios, la labor de los integrantes de la Compañía no fue una actividad limitada sólo al estudio y la enseñanza: ya en sus primeros tiempos los sacerdotes jesuitas incursionaron directamente en la producción de saberes científicos. El trabajo de generación de conocimiento era tan importante como el de formación. La Ratio Studiorum, el plan de estudios, establecía que la instrucción debía centrarse en las disciplinas aristotélicas que eran parte de la renovación del pensamiento científico: la lógica, la física, la astronomía, la cosmología y las matemáticas. Los jesuitas no solamente se enfocaron en instruir en estas materias, sino que se dedicaron a redescubrirlas y a profundizar en nuevas ideas basadas en sus propias indagaciones y en las de aquellos eruditos de la época con las que tenían correspondencia. Resultaba fundamental no estancarse y siempre tener flexibilidad, apertura y curiosidad en el trabajo intelectual.

Jerónimo Nadal, quien fue vicario general de la Compañía y rector del primer colegio jesuita en Mesina (Italia), introdujo las demostraciones matemáticas en la educación jesuita, con carácter de obligatorias para sacerdotes y laicos. Hubo oposición de muchos, incluidos algunos jesuitas. La tradición filosófica estaba muy arraigada en la lógica y la retórica, campos en donde la demostración y la experimentación no eran consideradas necesarias. La recuperación del pensamiento naturalista permitió orientar el trabajo intelectual hacia una descripción racional del universo en la que se buscaba la comprensión del funcionamiento de los fenómenos y el entendimiento de las regularidades. A pesar de eso, sin matemáticas esa descripción consistía en planteamientos meramente especulativos y, como se pudo demostrar más adelante, muchos también estaban equivocados. Nadal lo sabía, pero no logró que esa necesidad de incluir las matemáticas quedara reflejada en la Ratio Studiorum. No fue sino hasta años después de su muerte que Christopher Clavius, astrónomo y matemático jesuita, con la autoridad que le confería la dirección del Colegio Romano, enfrentó decididamente a teólogos y filósofos para otorgarle su lugar a las matemáticas en la versión definitiva de 1599.

Los 35 cráteres de la Luna

La influencia de Clavius trascendió más allá de la Compañía de Jesús, al convertirse en uno de los astrónomos más respetados de Europa. Su trabajo introdujo el decimal en el uso del astrolabio, actualizó el comentario de Sacrobosco sobre la sphaera mundi, describió geométricamente cada una de las posibilidades de construir un reloj de sol y localizó la nova 1572 en la constelación de Casiopea. Por su destacada labor, el papa Gregorio XIII lo invitó en 1582 a integrarse al equipo de especialistas que corrigieron el calendario juliano que, por un error de cálculo astronómico en la duración del año trópico (365.25 días en lugar de 365.242189), había acumulado, desde el año 325, diez días de más. Así fue como en 1582 se pasó del jueves 4 de octubre al viernes 15. A fin de que esto no se repitiera, Clavius diseñó el sistema que se utiliza actualmente, en el que los años bisiestos caen en los años que son divisibles entre cuatro, con excepción de aquellos que terminan en 00 y que no son divisibles entre 400, eliminando así tres años bisiestos cada 400 años. Esto garantiza que el calendario sea estable durante miles de años.

El ajuste del calendario causó un gran revuelo y tomó años en establecerse de forma generalizada. Clavius recibió tantos elogios como críticas y agresiones. A pesar de ello, su lugar en la historia estaba garantizado y sus libros se mantuvieron en las universidades por años después de su muerte. Al igual que otros 34 jesuitas, Clavius fue homenajeado al bautizarse con su nombre un cráter de la Luna. La formación es una de las más grandes de la superficie lunar, con 225 kilómetros de diámetro, y es parte del grupo de cráteres mayores que se han nombrado para honrar a otros grandes pensadores y científicos, como Aristóteles, Humboldt y Copérnico.

La disposición exacta

En 1612, cuando fallece Christopher Clavius, ingresa a la Compañía Alexandre de Rhodes y se enfoca, además de en el estudio teológico, en las ciencias naturales. Como muchos jesuitas, ejerció su labor misionera desde la divulgación de las ciencias. De Rhodes predicaba que la justicia de Dios proviene no de un impulso condenatorio, sino de un diseño exacto del mundo físico que reacciona a nuestro actuar.

El trabajo en los territorios de misión ponía a prueba las habilidades de expresión y argumentación en las que estaban entrenados los jesuitas. Debían mimetizarse con genuina empatía con una amplia gama de personas. Además, era indispensable formar parte de las discusiones eruditas de la época, para lo que debían estar dotados con las referencias más actualizadas. De Rhodes entendía muy bien que no era suficiente la retórica para ganarse el respeto de la clase intelectual y de la gobernante: las demostraciones científicas tenían un papel determinante. En sus misiones por Asia, De Rhodes le obsequió al virrey Trinh Trang, de Tonkin, en lo que hoy es Vietnam, un reloj de campana y uno de arena, y le dijo que con esos instrumentos podía medir con exactitud el tiempo. El virrey quedó tan maravillado con la precisión de los relojes que invitó al jesuita a permanecer varios años para aprender más de sus enseñanzas. Lamentablemente para De Rhodes, el virrey fue presionado para retirar su protección, y el jesuita tuvo que huir para no ser condenado.

Los misioneros, con miles de conversos, empezaron a levantar animadversión por parte de grupos religiosos locales y tuvieron que exiliarse a otras regiones. Aun así, las dificultades no los hicieron abandonar la labor pastoral con que habían cosechado tanto éxito. De Rhodes, después de una estancia de 10 años en Macao, regresó a la región para continuar su trabajo misionero. En una ocasión, en la provincia de Ghean quiso nuevamente impresionar a la clase gobernante y manifestó que podía calcular cuándo iba a suceder un eclipse. Mayor incredulidad no pudo haber enfrentado. Cuando meses después tuvo lugar el fenómeno astronómico, el gobernador de la región respondió impresionado: “Si esta gente sabe cómo predecir con tanta seguridad y exactitud los comportamientos del cielo y de las estrellas, desconocidos para nosotros y que sobrepasan nuestras capacidades, ¿no deberíamos creer que están en lo correcto acerca del conocimiento de la Ley del Señor de los Cielos y de la Tierra y de las verdades que nos predican?”

El impulso de la curiosidad

La segunda mitad del siglo XVI y la primera del siglo XVII fueron tiempos convulsos para el quehacer científico. El espíritu de la época se caracterizaba por el ansia de saber ante el incremento exponencial de descubrimientos e ideas nuevas. Y surgían también cuestionamientos, primero los derivados del lente telescópico y, poco después, los que propició el lente microscópico. El macrocosmos y el microcosmos en la misma mirada.

Los jesuitas se encontraban en el ojo del huracán. Con una larga y notable tradición de formación y producción científica, no se intimidaron cuando subieron las apuestas. Un caso ejemplar fue el de Atanasio Kircher, quien por sí solo se introdujo en tantos campos como pudo: geología, vulcanología, música, física, biología, acústica, medicina, egiptología, filología y astronomía. Considerado como el último hombre renacentista, el sabio Kircher escribió docenas de libros de los más variados temas, y estableció diálogo con grandes pensadores como Locke, Huygens, Spinoza y Leibniz. La mayor parte de las autoridades eclesiásticas tenían recelo en difundir las nuevas teorías por temor a socavar el orden tradicional. Pocas eran las voces que, como Kircher, se atrevían a explorar creativamente el campo científico, reconocer los avances de otros y proponer ideas.

Aunque su formación era en filosofía y teología, trabajó arduamente en explorar campos de la física como la óptica y el magnetismo. Entre sus trabajos se cuenta el perfeccionamiento de la linterna mágica, un aparato precursor de la cinematografía que, a través de una cámara oscura, un lente, un dibujo sobre una diapositiva de cristal y un espejo cóncavo proyectaba una imagen hacia el exterior. Igualmente, desarrolló diversos artilugios con imanes, entre ellos un Jesús magnético que caminaba sobre las aguas para abrazar a su discípulo Pedro. Sus exploraciones e invenciones se integraron en el popular Museo Kircheriano, en el Colegio Romano, que puede considerarse como el primer museo interactivo de la historia. Si bien el trabajo de Kircher tenía una veta recreativa, también hizo aportaciones más serias, como la ayuda prestada a Bernini para el diseño de la fuente de la Piazza Navona, de Roma; sus análisis arqueológicos de fósiles, sus atinadas observaciones de microorganismos con los primeros microscopios, en las que intuyó la causa de la peste, y el mapeo del cinturón de fuego del Pacífico, en donde se concentra la mayor actividad volcánica.

La integración racional

Heredero de ese espíritu fue Rogelio José Boscovich, jesuita que, al igual que Kircher, se enfocó en la integración racional de la ciencia y la teología. A mediados del siglo XVIII, la nueva concepción de la mecánica del universo estaba en pleno apogeo. Las leyes de la dinámica, la ley de la gravitación universal y el desarrollo del cálculo diferencial e integral propuestos por Isaac Newton predominaban en los círculos intelectuales. Aunque en Europa central y en Inglaterra el protestantismo había permitido que estas ideas circularan conforme los ideales del liberalismo, la Europa católica mantuvo sus resistencias hasta principios del siglo XIX. Boscovich representó un esfuerzo de apertura y unificación al argumentar sobre la base de un conocimiento “total” que incluía la metafísica y la teología. Sus teorizaciones planteaban los principios newtonianos sobre un marco conceptual que consideraba fenómenos no mecánicos y una fuerza general que gobierna a las demás. Estas ideas eran osadas y generaron reacciones muy encontradas. Algunos las retomaron y otros las ignoraron. El ambiente estaba muy polarizado para considerar un terreno medio entre la ciencia y la religión. Por un lado, se predicaba por la separación y, por otro, se perseguía la “desviación” como herejía.

Una historia que continúa

Las contribuciones a la ciencia por parte de los jesuitas han continuado a lo largo de los últimos 200 años, y han significado una vasta producción que cubre los campos de la medicina, la informática, la astronomía, la cartografía, el geomagnetismo, la ingeniería, la meteorología, la sismografía física solar, entre muchos otros.

Otras figuras destacadas de esta historia son: para 1841, el jesuita Pietro Angelo Secchi fue el primer científico en clasificar las estrellas por su composición química y es considerado el padre de la astrofísica moderna; en 1899, Frederick Louis Odenbach inventó el primer ceraunógrafo para el registro de truenos y relámpagos, y en 1908 el primer sensor para detectar los movimientos telúricos ; entre 1950 y 1960, Roberto Busa desarrolló con IBM la programación de lingüística informática que después sería la base para el hipertexto; en la década de 1970, José Ignacio Martín-Artajo inventó la máquina rotativa de émbolos giratorios y la ampolla para la preparación de agua dialítica contra la litiasis renal y la biliar; en los años noventa del siglo pasado, Guy Consolmagno hizo aportaciones significativas a la geoastronomía al descubrir meteoritos en los campos de hielo de la Antártida.

A la fecha, cientos de jesuitas trabajan en universidades y centros de investigación generando conocimiento en una amplia diversidad de campos.

Imagen e información de magis.iteso.mx

Fuente: https://jesuitas.lat/

 


 

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